No servía ningún papel, ni tampoco cualquier tinta. La preparación del papel incluía cubrirlo con una solución de goma arábiga, se empapaba con una infusión de té, se recubría con una pátina que impedía a la tinta penetrar en las fibras y, al final, se pulía con una bola de vidrio. La tinta se elaboraba a base de hollín según una fórmula ancestral, y otras veces, se usaba oro pulverizado y diluido en una solución de miel que servía para iluminar los coranes y presente en los motivos ornamentales que acompañaban a los textos.
Entre las obras que ocupan un lugar predominante en los manuscritos religiosos abundan las copias del Corán: los Hilyes, que describían a Mahoma, y los levha o paneles monumentales que pendían en las casas del siglo XIX por influencia occidental. También proliferaban los álbumes de caligrafía y los libros de ejercicios, así como documentos oficiales que incluían la tugra, el monograma que empleaba el sultán como firma.
Atatürk, en 1923, depuso al último sultán otomano, Mehmed VI, proclamó la República Turca y desplazó la capital de Estambul a Ankara. También sustituyó el alfabeto árabe por el latino (1928) lo que supuso la desaparición de este bello arte.